Es una anciana pero resulta
rabiosamente actual. Es lo primero que se me ocurre para definir “Viaje al fin de la noche”, la gran
novela de Louis Ferdinand Céline. Publicada en 1932. Esta novela, que busca ser cualquier cosa menos
complaciente, podría haber sido publicada ahora, pero tiene un largo recorrido,
y lo que le queda. Es lo que ocurre con los clásicos, que no pasan de moda
aunque parezcan muy modernos. Está conmigo desde mis tiempos de estudiante,
desde que Edhasa la publicó en 1983. Pese a ser consciente de su fama, del
reconocimiento que tiene en la historia de la literatura contemporánea, he tardado 38
años en ponerme y varias semanas
–¿quizás meses?- en acabar de leerla. No la devoré porque es un libro que
requiere lenta digestión. Tiene argumento, tiene una historia, el recorrido del
antihéroe protagonista desde la locura de la primera guerra mundial en Europa a
la locura personal, desde la historia del colonialismo europeo en África a la revolución
industrial en Estados Unidos, antes de la vuelta a Francia. Pero Viaje al fin de la noche tiene, sobre
todo, mucha miga -con clavos- en todas y cada una de sus páginas. En las novelas voluminosas suele
haber grandes meandros de relleno. Salvando excepciones loables como El
Quijote, que reúne muchas grandes y pequeñas novelas. La gran novela de Céline
es otra de las excepciones que pueden confirmar la regla. Uno viaja siempre con
la tentación de subrayar, de recoger citas para recordar, hasta caer en la
cuenta de que el cuaderno de notas tendría que ser tan grueso como el libro.
Imposible destacar pasajes o momentos, pero si he de quedarme con alguna cita,
me quedaría con ésta: “Tiene piedad, la gente, de los inválidos y los viejos y
se puede decir que tienen amor en reserva. Yo lo había sentido muchas veces, el
amor en reserva. Hay la tira. No se puede negar. Sólo que es una pena que siga
siendo tan cabrona, la gente, con tanto amor en reserva. No sale, y se acabó.
Se les queda ahí dentro, no les sirve de nada. Revientan, de amor, dentro”.
He tardado en zambullirme en
el “Viaje al fin de la noche”. Temo que no volveré a leerlo, como hago con
libros de Kafka, Faulkner, Steinbeck, García Mázquez, Torrente o Delibes. Pero estoy seguro de que volveré a
abrirlo para atragantarme con las incómodas verdades que yacen, muy vivas –sobre
todo en estos tiempos oscuros-, sobre sus páginas.
El libro en el que ando
embarcado ahora, “La enfermedad de escribir”, de Charles Bukowski, me devuelve
al origen. El último poeta maldito revela en una carta a Henry Miller que le
acaban de regalar “Viaje al fin de la noche”. Dice que le ponen enfermo la
mayoría de los escritores porque “sus palabras no llegan ni al papel, pero
Céline hizo que me avergonzara del pésimo escritor que soy”. Más adelante,
insiste: “Céline, Céline, dios mío, Céline, ¿cómo es posible que haya existido
un hombre así?"
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