Cuatro años antes de
publicar uno de los mejores libros de aventuras jamás escrito, La isla del Tesoro, siete años antes de estremecer al mundo con El extraño caso del doctor Jeckill y míster
Hyde –dos libros clásicos y tan modernos como si fuesen escritos ayer–, el
errante escocés Robert Louis Stevenson, de primera vocación sus viajes, ya había deleitado a sus lectores con un
librito que pone de manifiesto su amor por la naturaleza y la vida al aire
libre: Viajes con una burra.
Hoy las Cevenas constituyen
el único parque nacional francés de media montaña, en buena medida gracias a la
aventura de Stevenson, que comparte con sus lectores la difícil relación
con la burra que compró para transportar sus pertrechos de aventurero, que
bautizo como Modestine y que acabó echando de menos cuando, acabada la
aventura, tuvo que deshacerse de ella.
El escritor relata sus
experiencias en posadas cochambrosas donde animales y personas comparten
espacio escaso y nula limpieza, pero donde trasciende su pasión es cuando
cuenta sus noches al raso: “Bajo techo, la noche es un lapso de tiempo monótono
y pesado, pero en campo abierto pasa más entretenida y ligera, con sus
estrellas, relentes y perfumes; cambios múltiples en la faz de la naturaleza
marcan el paso de las horas. Lo que parece una especie de muerte temporal a los
que duermen oprimidos entre paredes y celajes, es solo dormitación ligera y
viva para el que duerme al raso”.
Como buen lector de Henry
David Thoreau, el autor de Walden o Desobediencia civil, Robert Louis
Stevenson nos hace vivir su pasión por la naturaleza, su júbilo ante la llegada
del día tras una noche al sereno, su agradecimiento a la naturaleza que le
permitió conocer las estrellas: “Tan contento y satisfecho estaba, que, medio
riendo, fui dejando monedas sueltas por el césped según salía del claro, hasta
que creí haber pagado honorablemente el alojamiento de aquella noche”.