sábado, 23 de enero de 2021

De dónde venimos, quienes somos y adónde vamos

Viajo con Millás desde 1977, año en que leí Visión del ahogado, una novela inquietante que se colaba entre mis lecturas de consagrados como Delibes, Cela, Torrente, García Márquez o Sender. Creo que, desde entonces, ha sabido crecer en su empeño por revelarnos caras oscuras de la realidad incorporando además saludables dosis de buen humor, a veces negro, a veces solo sano y desenfadado cachondeo. Y, entre otras cosas, me ha demostrado algo que creía imposible, que es posible ganar el premio Planeta con una gran novela: El mundo es la prueba.

De Arsuaga comencé a oír hablar, a través de los medios de comunicación, al mismo tiempo que de Atapuerca, el gran yacimiento español para contribuir a que el mundo conozca mejor a sus antepasados. Mi inclinación por la evasión me ha llevado a leer -también en los periódicos- y escuchar -Ser- a menudo a Millás. A Arsuaga, poco o nada.

Ahora he podido gozar con su UTE (unión temporal de empresas) intelectual para hacernos comprender un poco mejor de donde venimos, donde estamos, que somos e, incluso, adónde nos dirigimos. En La vida contada por un sapiens a un neandertal, Millás y Arsuaga nos facilitan una inmersión en la ciencia sin hacernos renunciar al entretenimiento ni a la diversión. Nos llevan del Valle Secreto a La Covaciella, de un puesto de frutas en el mercado a un sex shop regentado por una dependienta muy instruida, de una juguetería al cementerio de La Almudena.

Arsuaga goza tanto enseñando que inventa aventuras fantásticas para convertir la lección más árida en inolvidable. ¿Me sigues? Imposible no seguirle. Millás se nos presenta como un alumno a veces tocapelotas, a veces caprichoso pero siempre curioso, siempre predispuesto a asombrarse y aprender. 

Salimos de este viaje con la mente más abierta, sabiendo que somos una especie autodomesticada, que aprendimos a dar la espalda a la naturaleza y que quizá debamos volver a darle la cara. Comprobamos que un niño de tres años dispone ya de una teoría de la mente y, por tanto, es capaz de intentar engañar a un adulto si le conviene. Que somos mutantes capaces de digerir la lactosa y que somos también hijos del fuego. Nos avergonzamos al saber que la tumba de Ramón y Cajal -"el autor  más citado de la ciencia mundial en las revistas científicas, mucho más que Newton"- está semi abandonada. Y aprendemos a diferenciar entre longevidad y esperanza de vida. ¿O tal vez no?

viernes, 15 de enero de 2021

“Viaje al fin de la noche" y atragántese

Es una anciana pero resulta rabiosamente actual. Es lo primero que se me ocurre para definir “Viaje al fin de la noche”, la gran novela de Louis Ferdinand Céline. Publicada en 1932. Esta novela, que busca ser cualquier cosa menos complaciente, podría haber sido publicada ahora, pero tiene un largo recorrido, y lo que le queda. Es lo que ocurre con los clásicos, que no pasan de moda aunque parezcan muy modernos. Está conmigo desde mis tiempos de estudiante, desde que Edhasa la publicó en 1983. Pese a ser consciente de su fama, del reconocimiento que tiene en la historia de la literatura contemporánea, he tardado 38 años en ponerme y  varias semanas –¿quizás meses?- en acabar de leerla. No la devoré porque es un libro que requiere lenta digestión. Tiene argumento, tiene una historia, el recorrido del antihéroe protagonista desde la locura de la primera guerra mundial en Europa a la locura personal, desde la historia del colonialismo europeo en África a la revolución industrial en Estados Unidos, antes de la vuelta a Francia. Pero Viaje al fin de la noche tiene, sobre todo, mucha miga -con clavos- en todas y cada una de sus páginas. En las novelas voluminosas suele haber grandes meandros de relleno. Salvando excepciones loables como El Quijote, que reúne muchas grandes y pequeñas novelas. La gran novela de Céline es otra de las excepciones que pueden confirmar la regla. Uno viaja siempre con la tentación de subrayar, de recoger citas para recordar, hasta caer en la cuenta de que el cuaderno de notas tendría que ser tan grueso como el libro. Imposible destacar pasajes o momentos, pero si he de quedarme con alguna cita, me quedaría con ésta: “Tiene piedad, la gente, de los inválidos y los viejos y se puede decir que tienen amor en reserva. Yo lo había sentido muchas veces, el amor en reserva. Hay la tira. No se puede negar. Sólo que es una pena que siga siendo tan cabrona, la gente, con tanto amor en reserva. No sale, y se acabó. Se les queda ahí dentro, no les sirve de nada. Revientan, de amor, dentro”.

He tardado en zambullirme en el “Viaje al fin de la noche”. Temo que no volveré a leerlo, como hago con libros de Kafka, Faulkner, Steinbeck, García Mázquez, Torrente o Delibes. Pero estoy seguro de que volveré a abrirlo para atragantarme con las incómodas verdades que yacen, muy vivas –sobre todo en estos tiempos oscuros-, sobre sus páginas.

El libro en el que ando embarcado ahora, “La enfermedad de escribir”, de Charles Bukowski, me devuelve al origen. El último poeta maldito revela en una carta a Henry Miller que le acaban de regalar “Viaje al fin de la noche”. Dice que le ponen enfermo la mayoría de los escritores porque “sus palabras no llegan ni al papel, pero Céline hizo que me avergonzara del pésimo escritor que soy”. Más adelante, insiste: “Céline, Céline, dios mío, Céline, ¿cómo es posible que haya existido un hombre así?"